miércoles, 25 de noviembre de 2009

Lift Your Skinny Fists Like Antennas To Heaven

El departamento estaba en el primer piso. Al cruzar la puerta, mis ojos se cegaron por que el sol entraba directamente al salón a través de las ventanas superiores, y frente a mi, el salón al ser enfocado por mis pupilas parecía más un escenario; al centro, cuatro sillones cubiertos por sábanas dispuestos en semicírculo. Todo estaba hecho de madera, cuadros y telas colgaban por todas partes y a pesar de la apariencia vieja del salón, todo estaba muy limpio.

Los tres susurraban, desde el centro de ese escenario, sobre esa plataforma, los observé mientras esperábamos su señal para tomar nuestros lugares. Había hablado con uno de ellos horas antes, al llegar, usé uno de los sillones sin tanta solemnidad; él me ofreció música, pipa, un sombrero. Hablamos como dos viejos amigos cuando uno llega de imprevisto a la casa del otro y el segundo con camaradería y naturalidad le ofrece el mejor tinto de la casa, en realidad eso éramos, viejos amigos.

Pero ahora estaba en el grupo esperando su señal. Me encontraba entre los pupilos, un grupo de vagos desterrados de su nación, la secta, una hueste en espera de la ceremonia; éramos los hijos esperando a nuestros padres: "vengan, siéntense en nuestras rodillas, les contaremos una historia".

Los puños de los tres fueron alzados, como antenas en dirección al cielo y el silencio fué insufrible por algunos segundos, uno tras otro subimos al escenario-salón lentamente, nos colocamos delante del sillón que teníamos designado mirando el almohadón que cubría el asiento. "Es hora de sus regalos", creímos escuchar. Levantámos el almohadón al mismo tiempo y ahí estaba la sorpresa. Sabía que tarde o temprano harían la repartición. Creo que él procuró que yo tuviera más.

Miré la puerta de reojo, estaba cerrada sin mayor seguridad, él me miraba desde mi espalda con ambas manos detrás; sentí calor de hogar y me reconfortó; ternura, aprobación y seguridad era lo que aquellos tres solemnes respetables hacían cuidando los vacíos de nuestras vidas y regalándonos con que llenarlos. Los demás se sentaron perdiendo la seriedad del rito, felices descubrían sus obsequios, sus ojos derramaban ilusión a gotas, esperanza. Uno a otro comentaban sus impresiones respecto a su regalo, lo que lograba o hacía.


Miré la puerta de reojo, continuaba cerrada sin mayor seguridad. Entonces recordé que al llegar al pié de la escalera del departamento, justo antes de entrar, supe que de volver...
El me tomó por el hombro y con toda seguridad y dijo: "te estuve esperando, ya nada hay, lo has comprobado".